Perros de guerra (inicio)

1. Muerte de un unicornio

El hombre de negro y cabeza afeitada alzó la vista hacia la cámara de seguridad, discreta, atornillada bajo una moldura de escayola en un rincón del recibidor del hotel Alfonso X. Al menos otras dos le habían grabado durante el trayecto desde la habitación hasta la recepción, pero eso no le provocaba la menor inquietud. De hecho, quería ser reconocido, quería que el enemigo supiese quién había matado al «unicornio», como ellos mismos, en su soberbia, gustaban de llamarse a sí mismos. Cruzó sin prisa por delante del mostrador de la recepción camino de la salida. Empujó las pesadas puertas batientes de cristal. La brisa nocturna, húmeda y fría, le hizo estremecerse. Se puso el abrigo gris oscuro, casi negro, que llevaba doblado en el brazo, metió las manos en los bolsillos y se alejó de la fachada neoclásica bien iluminada del edificio.

Mientras caminaba con paso ligero, su respiración arrojaba nubecillas de vaho. Echó un vistazo rápido y poco penetrante al campo neuromórfico para cerciorarse de que no hubiera agentes enemigos en las inmediaciones o, si los había, que no estuviesen explorando de forma activa. En los dos o tres segundos que dedicó a su propia exploración no detectó ningún movimiento anormal en el neuromorfo, ningún destello, nada más que las agitaciones características de las mentes de los viandantes que se apresuraban a llegar a sus destinos ahora que había escampado. De la habitación en la que acababa de dejar al otro hombre, otro perro de guerra como él —por más que se creyese unicornio—, no emanaba ninguna fluctuación, ninguna llamada de auxilio que cruzase el espacio en ondas destinadas a quien se encontrase más cerca. Nada. Con seguridad ya estaba en coma irreversible o muerto, pensó, e hizo un esfuerzo por apantallar sus pensamientos. Alguien podría estar escuchándolos.

Encendió un cigarrillo y caminó durante un cuarto de hora por una larga avenida iluminada por las farolas y los escaparates, docenas de ellos, derrochando electricidad, muchos exhibiendo lujosos artículos fuera del alcance de la mayoría de las personas que se detenían a observarlos. Había una joyería y relojería, una tienda de Armani, un restaurante caro y una peletería que conservaba en su fachada los restos de una pintada en rojo contra el comercio de pieles.

Comenzó a caer una fina llovizna y los paraguas, chorreando aún por el último chubasco, volvieron a abrirse. A unos pocos pasos más adelante en la avenida, estaba el Café Europeo, una cafetería de principios del siglo XX, toda una institución en la ciudad, con el valor añadido de que era uno de los pocos locales del centro que servía café a una hora tan tardía. El hombre de negro y cabeza afeitada aplastó lo que le quedaba del cigarrillo en la suela del zapato y tiró la colilla en una papelera. Entró en el café y se sentó en una mesa al fondo, redonda, con tapa de mármol y pie de forja, de estilo Art Nouveau. De hecho la cafetería era famosa por conservar gran parte de la decoración modernista original. Había elegido a conciencia aquella mesa al fondo y un poco en penumbra, de modo que controlaba desde allí todo el local y desde fuera solo verían, a través del empañado ventanal, una figura oscura e indistinta. Colgó el abrigo en un perchero después de abotonarse la chaqueta para ocultar mejor el arma que portaba en su funda al costado izquierdo, bajo el brazo. Después tomó asiento. Sacó su teléfono móvil y lo puso sobre el mármol.

Había tres camareras con uniformes de color burdeos y delantales negros. Dos de ellas atendían en la barra y una en las mesas. Las tres estaban ocupadas. Mientras alguna quedaba libre, se permitió sondear el neuromorfo en el local. Toda la clientela era de lo más normal, al menos en apariencia, lo cual no significaba nada. Él mismo, si se lo proponía, podía aparentar ser alguien común y corriente. Sin embargo, aquellas personas irradiaban tranquilidad en el campo neuromórfico. Si entre ellas había alguien especial, lo disimulaba bien. «¡Basta de paranoia! —pensó—. Confiemos por una vez en que toda esta gente sea normal de verdad». Pero no pudo hacerlo. Hacía años que no confiaba en ningún desconocido. De hecho no recordaba la última vez que lo hizo, o quizá nunca había ocurrido. Y quizás era gracias a eso que seguía vivo.

Un viejo que se sentaba en la mesa más cercana avanzaba con parsimonia por una novela. Sus labios se movían con cada sílaba. Por su entrenamiento, el hombre de negro podría haber seguido el texto sin necesidad de usar su habilidad para leerle la mente, solo los labios. Con esa velocidad lectora, el abuelo tenía novela para meses.

Una mesa más allá había una pareja de adolescentes, tal vez en el último año del instituto. Él tenía cogida la mano de ella por encima de la mesa y le hablaba mirándola con ojos tiernos. Ella tomaba una Coca-Cola y reía por lo bajo desviando la mirada. De vez en cuando se apartaba un mechón del flequillo de delante de los ojos. Él bebía una bebida energética y ocultaba algo en su mente, el hombre podía percibirlo. Intrigado, enfocó en él su intención. Percibió el neuromorfo a su alrededor como un torbellino de inexpertos pensamientos de seducción. Aisló incluso algunas imágenes proyectadas, planes de futuro con la chica, y no todas aquellas imágenes eran de castidad. Cristina se llamaba la muchacha, pero un poco más profundo había otro nombre impregnado de fuerte deseo adolescente. Adela era el otro nombre. Estaba tonteando con dos chicas y a las dos estaba dando esperanzas. No acababa de decidir cuál de ellas acabaría siendo más digna de su apolíneo porte, así que tanteaba a ambas en busca de la menos estrecha.

—Qué cabrón —se le escapó en un susurro.

El viejo lo miró de reojo y él disimuló con el móvil, como si estuviese leyendo un mensaje. Cuando el viejo se perdió de nuevo en su lectura, el hombre volvió a fijar su intención en el chico para seguir su juego. No iba a llegar tan lejos, aunque si exploraba todos los nexos podría tener un atisbo del futuro probable que le iba a deparar ese tonteo a dos bandas. Pero en ese momento percibió un ligero, aunque repentino, desvío de su intención provocado por una fuerza ajena a él. Se quedó helado, controlándose para no mostrar ninguna reacción. Interrumpió en el acto la exploración. Había sido demasiado incauto y le habían detectado explorando el neuromorfo. Acercando con disimulo la mano al pecho para tenerla más cerca del arma, dirigió la mirada hacia el lugar en el que una parte de su intención había sido atrapada como una pelota en un remolino de agua o como un asteroide capturado al paso por la gravedad de un planeta. Era la camarera que atendía las mesas, una chica joven de no más de veinte años, de mediana estatura, pelo teñido con mechas rubias y mirada inteligente. Acababa de cobrar a unas personas que ya se iban y, mientras recogía los vasos vacíos y los colocaba en una bandeja, al fijar su atención en él le había descubierto explorando. Al interrumpir él la exploración de aquella forma un tanto brusca, la chica se quedó extrañada, como si hubiera olvidado de pronto una idea que hacía tan solo un momento brillaba en su mente. No era el comportamiento reglamentario de una agente de la Orden, quien no habría mostrado el más mínimo cambio de expresión ni habría hecho, para empezar, una captura de intención tan descarada. ¿Un talento por descubrir? Si este era el caso, ¿de qué nivel? ¿Habría sido ya descubierta y vivía de incógnito con una identidad nueva? ¿O era una trampa? Si así era, más le valía ir con cuidado. No había manera de saber a qué bando pertenecía. Centró en ella su intención, esta vez de forma deliberada y sin un contenido mental concreto, y de nuevo fue absorbida como por un desagüe. No, la chica lo hacía pero no parecía saber que lo hacía. «Todo está bien. Soy solo un cliente interesante al que le gustan jovencitas», le transmitió en forma de pensamiento apenas esbozado, no más que una mera sensación inducida, lo suficientemente suave como para que no pudiera traducirlo con palabras y, sobre todo, para no delatar su habilidad telepática sin saber si estaba tratando con una amiga o con una enemiga. La chica pareció tranquilizarse y se acercó con una sonrisa. Todo aquel intenso intercambio en el campo neuromórfico había durado tan solo unos segundos.

—Buenas noches —dijo la camarera.

—Buenas noches —contestó él—. Perdone, ¿nos conocemos?

—No, creo que no. ¿Qué le pongo?

—Oh, disculpe, me había parecido. Póngame un café solo, por favor.

Para salir de dudas y averiguar de una vez por todas si estaba fichada por la Hermandad y, por tanto, se trataba de una aliada, había intentado con ella una contraseña mental. A la frase «perdone, ¿nos conocemos?» había adjuntado el equivalente telepático de una mano ofrecida para ser estrechada, pero la chica no había correspondido. En lugar del apretón de manos mental, el hombre sintió un fino y torpe tentáculo de intención tratando de sondear su mente. El «tentáculo» decía con claridad «¿estás intentando ligar conmigo?». Él le añadió con delicadeza, como quien pega una nota adhesiva, un vago pensamiento que decía algo así como «eso es exactamente lo que estoy haciendo, pero me doy cuenta de que no voy a ninguna parte contigo». La camarera recogió el «tentáculo» con su presa pescada y sonrió. No, no era una aliada. Podría ser un talento por descubrir que iba por ahí inconsciente de sus habilidades, pero con todo lo que había ocurrido últimamente, ¿quién podía asegurar que no fuese una agente enemiga?

—Un café solo. Enseguida —contestó ella.

El hombre jugueteó con el teléfono sobre la mesa mientras miraba cómo la camarera llegaba a la barra y soltaba su bandeja llena de vasos vacíos. Pidió el café a una de las dos compañeras tras la barra y le cuchicheó algo. La otra rió por lo bajo. No, por su comportamiento, definitivamente no parecía una agente de la Orden. Si lo era, se trataba de una gran actriz con un fuerte entrenamiento impropio de su edad. Casi con seguridad no era más que una dotada, aún por descubrir, que iba por la vida presumiendo de tener intuición con las personas. Y él tenía que toparse con ella precisamente aquella noche.

Mientras le preparaban el café, envió un mensaje de texto. Mandó una foto a su enlace y luego marcó su número. Oyó tres tonos antes de que contestara.

—¿Z?

—Hola, Papá. ¿Has recibido la foto?

—Sí.

—La prueba definitiva.

—No hacía falta. Estás fuera de toda sospecha.

—Por si acaso alguien duda a estas alturas. Ahora está muerto.

—Podría habernos sido de utilidad.

—No, no sabía nada. Era un simple peón. Otra cosa: en el Café Europeo tenemos un talento por descubrir. Una camarera.

—Entendido.

—Va por ahí como si tuviera un cartel colgado proclamándolo. ¿Te recuerda a alguien? Lleva poco tiempo trabajando aquí. No la he visto antes. Telépata, posiblemente de grado dos o tres.

—Las paredes tienen oídos, ten cuidado. Ya no podemos fiarnos de nadie, y lo sabes. Este caso va a ser complicado después de todo lo sucedido. ¿Y si no es lo que parece?

—Tienes razón —dijo el hombre, llamado simplemente Z, con un suspiro—, pero de todas formas merece la pena comprobarlo. Si resulta que no es una trampa, la Orden podría encontrarla antes que nosotros.

—Todo se ha complicado —dijo Papá con voz cansada—, como si las cosas no hubiesen sido ya de por sí difíciles hasta ahora. ¿Te mando alguien a recogerte?

—No es necesario.

—Como quieras. Adiós, Z. Estaremos en contacto.

—Adiós, Papá.

Z cortó la llamada y se guardó el teléfono. La camarera trajo el café esperando un nuevo abordaje por parte del desconocido, pero no lo hubo. Parecía que el hombre no iba a seguir intentando ligar, lo cual no dejaba de ser decepcionante hasta cierto punto. Tan solo dio las gracias por el café. Lo bebió a sorbos cortos, saboreándolo, demorándose a propósito. El café de aquel sitio tenía justa fama. Con la mano limpió un círculo pequeño en la condensación del ventanal y miró fuera. La destinataria de su mensaje le esperaba fuera, al volante de un coche aparcado en doble fila. Había dejado de llover otra vez. Dio el último sorbo, recogió su abrigo y se acercó a la barra a pagar. Echó una última mirada a la camarera, que estaba de espaldas, y le envió un potente pensamiento para que esta vez pudiera oírlo: «¡deja de leer las mentes de la gente o te meterás en serios problemas!» La camarera se sobresaltó y se volteó a mirarlo para encontrarse con la intensa mirada del desconocido. Se puso blanca como la cal, paralizada por la sorpresa. El hombre dejó el dinero justo sobre la barra y no se detuvo a esperar preguntas. Caminó con aire despreocupado hacia la salida y al pasar junto a la mesa de la pareja de adolescentes, puso una mano en el hombro del chico.

—Adela te manda recuerdos —le dijo.

El muchacho enrojeció hasta la punta de las orejas. Cuando salía por la puerta, Z oyó a la chica decir: «¿Quién es esa Adela?» En aquella frase había una fuerte carga de celos. Las dos chicas se conocían de sobra. Z esbozó una sonrisa amarga, sin pizca de humor. Se deslizó entre dos coches aparcados y subió al que le estaba esperando.

—Está hecho —le dijo a la mujer.

Ella le acarició la mejilla con ternura y acto seguido puso en marcha el motor para después incorporarse al tráfico y perderse en la noche de Viburna.