La república de las hormigas (inicio)

  Antes de la instauración de la República, los distintos asentamientos humanos no eran más que hordas viviendo en los intestinos de la tierra, enzarzadas en interminables luchas por el dominio de los escasos y preciosos recursos naturales. La única posibilidad de alcanzar una paz duradera y evitar la mutua destrucción era que las distintas células se uniesen para formar un solo organismo de funcionamiento perfecto. Tras largos años de luchas civiles hemos logrado, por fin, unificar todos los asentamientos humanos bajo un mandato único. Se cumple así la revelación que tuve en el pasado: el ser humano no podría sobrevivir en el seno de la madre tierra si su organización social continuaba fragmentada. Los pocos que no comprendieron la necesidad de la unificación han debido aceptarla por la fuerza o sucumbir luchando contra ella. Hoy fundamos la República, que está llamada a durar eternamente. La República encarna ese organismo que ha de vivir y crecer como un todo, en simbiosis perfecta, dentro del útero de la madre. Vosotros, ciudadanos, seréis sus células. Pero la República tendrá también sus ojos, siempre vigilantes, así como también su sistema inmunitario, siempre preparado para la eliminación de las células rebeldes y de toda clase de ideas tóxicas y dañinas. Nosotros, el Consejo de Gobierno y sus sucesores en el tiempo, asumimos la responsabilidad de ser el cerebro de este organismo, encargado de la coordinación de las partes. Establecemos los Tres Principios que todo ciudadano deberá observar estrictamente, y que se enuncian así: «Primero: el interés de la República está por encima de mi interés particular. Segundo: el bien para la República revierte en mi propio bien. Tercero: el mal para la República revierte en mi propio mal».

  Preliminares al Acta de Constitución de la República
recogidos en los «Dichos de Urquiza para el Pueblo»
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Introito

  Han pasado más de treinta años desde que abandoné el hormiguero, casi veinticinco desde que enterré al viejo. Se tarda sólo un segundo en decirlo. Veinticinco años en la más completa soledad. No me queda de él más que el recuerdo y una laja de pizarra clavada en la tierra con su nombre grabado, aunque para mí aquel hombre extraordinario siempre será «el viejo». Durante un tiempo aún me acompañó Ciro, nuestro alegre perro pastor. Después no sé qué hubiera sido de mi cordura sin los libros, cientos de libros sólo para mí: ensayos, cuentos, novelas, libros de historia, arte, ingeniería, filosofía, psicología, biografías… Algunos de aquellos libros estaban tan manchados por el moho, tan deteriorados por el tiempo que descifrarlos exigió muchas veces un trabajo agotador. El estado de otros muchos era tan lamentable que tuve que renunciar a ellos.

  Desde el primer momento tuve serios problemas para distinguir las obras de ficción de las que no lo eran. Las páginas de aquellos libros eran para mí ventanas a un mundo extraño, incomprensible a veces, muerto y desaparecido para siempre. Si un hombre escribe que el sabor del pastel mezclado con un sorbo de té le trae el recuerdo de la magdalena que, en su infancia, su tía le daba los sábados por la mañana, ¿está contando su vida o se trata de una invención? ¿Qué es una magdalena? ¿Qué es el té? Si otro libro narra las maravillas que vio un viajero camino de Oriente, por tierra y por mar, ¿es una ficción o tan sólo la realidad exagerada? ¿Es cierto lo que cuenta? ¿Dónde está Oriente? ¿Qué es el mar?

  A lo largo de los años he recompuesto a duras penas el rompecabezas que para mí siempre ha sido aquel mundo. Lo he reconstruido con retazos tomados de esta página y de aquélla. ¿De qué otra forma podía hacerlo? Unos libros me aclaran el contenido de otros. Ya sé lo que son el té y la magdalena. He visto desvaídas ilustraciones de Oriente y del mar. La imagen que he recompuesto por fuerza tiene que estar deformada e incompleta, pero lo he hecho lo mejor que he podido.

  Quiero referirme ahora a un libro especial, uno muy extraño, tan estropeado por el tiempo que sus finas hojas corrían el peligro de quebrarse según las iba pasando. Relataba los milagrosos hechos de un individuo que supuestamente existió en un pasado remoto. Al principio lo tomé todo por un relato fantástico y moralizante, pero luego he tenido noticias de que no faltaba quien creyese su contenido de forma literal. En muchas otras obras encontré referencias de aquel relato, unas para confirmarlo y otras para desmentirlo. Irónico. Si ni siquiera la civilización que lo creó parece que resolviese jamás la polémica sobre su autenticidad, ¿podré yo? Tenía aquel libro muchas páginas ilegibles, manchadas, mohosas, rotas. Por fortuna era la misma historia contada cuatro veces ―a veces con discrepancias entre sí, jamás he entendido por qué―, así que, mal que bien, creo haber reconstruido en mi mente casi todo su contenido. Verdad o mentira, recuerdo bien muchas de sus sentencias. En concreto una que, por motivos más que sobrados, me viene al recuerdo con cierta frecuencia: «¿De qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» Había muchas palabras en aquel volumen que no entendía, pero por suerte diccionarios y enciclopedias lograron aclararme la mayoría de ellas. En cuanto entendí el significado de la palabra «alma», mi situación se me hizo clara como el cristal. Comprendí que yo había ganado el mundo entero y que estaba a punto de perder el alma. ¿De qué manera? Extraviada en los laberintos de la demencia, locura provocada por una soledad que dura ya demasiado tiempo.

  Después de la muerte del viejo y de nuestro perro Ciro, me sorprendía a menudo hablando solo. Y me avergonzaba. Solo y avergonzado. ¿No es una estupidez? Con el tiempo me acostumbré y ahora hablo solo todo el tiempo. Me alabo por mis triunfos, me reprendo por mi torpeza o me relato mis propios recuerdos con tal de no perderlos. Hace unos días me sucedió algo que me dejó profundamente preocupado, lo mismo que le sucedió al viejo cuando lo conocí. Me encontraba recostado a la sombra de un árbol, leyendo y vigilando al mismo tiempo mi pequeño rebaño de cabras. De repente, como si despertara de un sueño, me pregunté cómo me llamaba. Durante un par de angustiosos segundos no logré recordarlo. ¡Hacía casi veinticinco años que nadie, ni yo mismo, pronunciaba mi nombre! Quizá perder el propio nombre es el principio de perder la identidad cuerda, el alma. Aquello me hizo decidirme a poner por escrito mis recuerdos. Esta pila de hojas de papel será como un amigo depositario de mi historia, de forma que si alguna vez vuelvo a perderme sólo tendré que preguntarle quién soy, cómo me llamo, cómo he llegado a esta situación. A la vuelta de cada página encontraré las respuestas.

  Estoy convencido de que la mente (un sinónimo de alma, o así lo creo) es en su parte más profunda una intrincada red de túneles. Unos pulcros, limpios y bien iluminados, llenos de cosas cotidianas. Otros son oscuros, habitados por seres cuya existencia se desconoce, se niega o se teme. Y está bien que sean oscuros. No creo que nadie resistiera la visión de los habitantes de esos túneles oscuros si fuesen iluminados de repente. Por ellos deambulan los fantasmas (¿almas?) de todos aquéllos que han sufrido por nuestra culpa, aquéllos a quienes hicimos sufrir, traicionamos, delatamos o de cuya muerte fuimos responsables. Nos arrastran a sus túneles para recordarnos en sueños su agonía. ¿No son acaso los sueños obras de teatro que tienen lugar en los túneles de la mente, representadas por sus habitantes? Durante el día es su recuerdo el que te persigue. Cuando uno está solo, es como si esos fantasmas invisibles instilasen el veneno del remordimiento en cada cosa que hacemos. Es como si se sentasen a tu lado cuando comes y su sola presencia volviera insípida la comida. Es como si te visitaran por la noche y se quedasen sentados a los pies de tu cama, mirándote sin que tú puedas verlos, mientras tratas en vano de volver a conciliar el sueño.

  He aquí el límite de una existencia tolerable. Pero ¿y si se invierten los papeles y no es uno el que visita en sueños a sus fantasmas sino que son éstos quienes vienen a visitarlo a uno a plena luz del día? ¿Y si no es su recuerdo el que te visita bajo la luz del sol, sino ellos? Algo así ya no puede considerarse como parte de una existencia tolerable.

  Empezó hace algo más de dos meses. Un día vi a una persona con total nitidez, asomándose por encima de un muro de unos seis metros de altura. Me sobresalté al ver a alguien después de décadas de soledad, pero pronto caí en la cuenta de que lo que estaba viendo no podía ser: aquel muro no ofrecía por el otro lado ningún soporte para que una persona de carne y hueso estuviese asomada tranquilamente por encima a semejante altura. Y mi sobresalto se convirtió en espanto cuando reconocí aquel rostro. Yo sabía bien que aquel encuentro no era posible, pero allí estaba aquel ser, mirándome en silencio. Un muerto me observaba. He tenido visiones fugaces de personas a las que conocí bien, paseándose entre las ruinas en donde vivo, medio escondidas, mirándome, algunas haciéndome señas para que me acercase. Cuando me sobreponía al espanto, acudía y no había nadie. Nunca pudo haber nadie allí, y menos ellos.

  Unas semanas después de la primera visión me desperté un poco antes del amanecer y en la grisácea luz distinguí con claridad a otro resucitado que, de pie, me observaba sin parpadear desde un rincón en penumbra. Otro cadáver viviente que venía a recordarme que su muerte pesaría sobre mi conciencia durante el resto de mis días. Allí estuvo hasta que terminó de amanecer. Se fue haciendo poco a poco más transparente según la luz iba inundando el cuarto ruinoso. ¿Cuanto tiempo estuvo allí? No sabría decirlo. Una eternidad, y durante toda esa eternidad estuve como paralizado. Sus ojos muertos me miraban con una expresión de furioso reproche. En el hormiguero me vi obligado a matar, sí, y volvería a hacerlo si se diesen las mismas circunstancias, pero lo peor es que hice desgraciadas las vidas de todas las personas que me quisieron. Mi historia es como la del rey Midas pero sin oro: todo lo que tocaba se convertía en cenizas.

 No voy a perder el alma. Si he ganado el mundo, no lo quiero. Me es hostil. En invierno me hace temblar de frío y me enferma, en verano me quema la piel. Las alimañas ―igual que la demencia― me rondan de continuo, la soledad me resulta cada vez más intolerable, y menos aún puedo soportar la compañía de los muertos. Y no me es posible regresar al hormiguero, pero al menos puedo intentar conjurar los fantasmas con tinta y papel fabricados por mí mismo. Lo he decidido: no tengo la esperanza de que mi relato llegue hasta las manos de nadie, así que escribiré mi historia como si quisiera contársela al papel. Una hoja de papel me parece, a falta de otro mejor, el más atento de los confesores, siempre dispuesto a escuchar. Ya he dicho que es probable que esté escribiendo por lo mismo que hablo solo, para no olvidar, o quizá para aliviar mi conciencia. O para ambas cosas. No lo sé y no me importa. No tengo otra alternativa, así que aquí está toda mi historia.

 La historia de cómo gané el mundo entero.